martes, 17 de febrero de 2009

Darwin y la crisis medioambiental

CHARLES DARWIN Y LA CRISIS MEDIOAMBIENTAL

A partir de la pregunta: ¿qué habría pensado Darwin de la situación ambiental actual?, el autor reflexiona sobre las crisis ecológicas, los aspectos éticos que rodean los retos ambientales globales y el hecho de que las enseñanzas sobre cómo somos y de dónde venimos de Darwin son una fuente de inspiración y un referente para construir el futuro.

Los editores me han planteado una pregunta difícil de responder: ¿qué habría pensado Charles Darwin de la situación ambiental actual? No se trata, claro está, de jugar a las adivinanzas: ni soy Darwin ni tengo su inteligencia y, además, ¿cómo se puede trasladar una mente del siglo XIX a la situación actual? Seguramente, le costaría un poco hacerse cargo de todo lo que ha cambiado en la realidad social y ambiental en un siglo y cuarto. Darwin era un inglés acomodado, que no necesitaba trabajar. Tenía ideas en general conservadoras (pese a la revolución intelectual que protagonizó). Estaba radicalmente en contra de la esclavitud, eso está claro. Aun así, no diré que fuera racista, pero tampoco era igualitarista, y seguro que le sorprendería mucho el gran cambio del papel de la mujer en las sociedades ricas actuales, pese a que ya empezaba a percibir una evolución en las ideas de las mujeres en temas como los religiosos, incluso comparándolas con las que observaba su padre.

En cualquier caso, creo que Darwin habría estado satisfecho de ver de qué modo ha sido aceptada por los científicos su explicación de la evolución por selección natural. Él, que no había dudado nunca que su explicación fuera válida, sí que creía, hacia el final de su vida, que quizás podían actuar otros mecanismos en la evolución, además de la selección natural, especialmente mecanismos de carácter lamarckiano, es decir, que caracteres derivados del uso y el aprendizaje a lo largo de la vida podían ser transmitidos de algún modo, en ciertos casos, a la herencia. Hoy, únicamente la selección natural es aceptada por los científicos. Darwin ha vencido a Lamarck más de lo que pensaba.

Darwin entendió inmediatamente que sus conclusiones tenían que aplicarse al hombre. En El origen de las especies no discute la génesis de ninguna especie en particular, pero, por honestidad intelectual, se sintió obligado a hacerlo en el caso del hombre, para que no le pudieran reprochar la ocultación de sus ideas (así lo escribe, casi textualmente, en su Autobiografía), y lo hizo en El origen del hombre y en La expresión de las emociones en los animales y en el hombre. No es demasiado osado deducir que Darwin habría aceptado plenamente el paso que dio posteriormente la ecología: es decir, situar al hombre como un elemento dentro de los sistemas ecológicos, por más que pueda llegar a ser el elemento dominante y modificar mucho estos sistemas. En realidad, este punto de vista de la ecología no es más que un complemento lógico de la revolución copernicana que Darwin protagonizó sobre la posición biológica del hombre.

Darwin, Malthus y los límites de la biosfera
Si partimos de esta idea, podemos entender mucho mejor lo que está pasando con la cuestión ambiental, y, sin duda, Darwin lo habría captado fácilmente. Asimismo, recordemos que Darwin había tomado prestada de Malthus la inspiración más clara para entender la selección natural, y el eje de la argumentación de Malthus gira en torno a cómo las disponibilidades de recursos del medio condicionan el crecimiento o decrecimiento de las poblaciones. Malthus ha sido muy atacado, y los ecologistas muy a menudo también, por proporcionar argumentos maltusianos, sobre un punto crucial. Malthus preveía un desastre porque el crecimiento de la producción alimentaria era más lento que el de la población. Los críticos dicen que Malthus no pudo imaginar el potencial tecnológico de aumento de la producción que, en general, se ha mantenido por encima del de la población. Esta crítica refleja, en efecto, lo que ha pasado históricamente. Aun así, es difícil enterrar definitivamente a Malthus. La cuestión de los límites de la biosfera para mantener a los humanos y sus actividades ha estado presente constantemente. Hacia los años setenta del siglo pasado, el informe Meadows encargado por el Club de Roma sobre Los límites del crecimiento causó un gran revuelo.

Los ecólogos elaboraron este tema de la capacidad del medio para sustentar a una población determinada hace ya muchos años. La idea básica es que la población de cualquier especie, cuando no sufre limitaciones en cuanto a recursos, tiende a crecer de una forma exponencial; pero, cuando los recursos se vuelven limitadores, se produce una desaceleración del crecimiento del número de individuos, el cual tiende a estabilizarse alrededor de un máximo determinado por lo que denominan la capacidad de carga del medio concreto del que se trate para aquella población. Entonces, en lugar de una curva exponencial para el crecimiento de la población, tenemos una curva logística (véase la figura 1): la población llega a un valor K, que es el número máximo de población que puede vivir de forma estable con los recursos disponibles.

En este concepto no estamos lejos de Malthus: en definitiva, hay un momento en que el medio no puede sustentar a más población. Pero en el caso de la especie humana, lo que ha sucedido es que, continuamente, las innovaciones tecnológicas han aumentado la producción, o sea, la disponibilidad de recursos, de forma que K ha sido empujada más y más arriba. Esto ha sido espectacular durante el siglo XX, en el que la población humana ha podido quintuplicarse. Tras permanecer quizás ciento cincuenta mil años en una densidad muy baja, mientras que la gente se alimentaba de la cosecha y la caza, hace unos diez mil años la domesticación de plantas y animales permitió un primer gran salto demográfico y el paso a sociedades agrícolas y urbanas y a imperios militares, ya que había un gran excedente de producción de alimentos (por encima de lo que se necesitaba para alimentar a quienes cultivaban los campos, se ocupaban de los rebaños, recolectaban y cazaban).

En el siglo XVII, la implantación generalizada de nuevas técnicas agrícolas de regadío y cultivos múltiples permitió un nuevo salto demográfico. El libro de Malthus sobre la población es de 1798. Él veía que había un aumento de la producción, pero pensaba que el potencial de crecimiento de la población siempre sería superior y que, tarde o temprano, habría problemas de abastecimiento. De hecho los había, debido a la distribución desigual de los recursos, por lo que el problema de las pésimas condiciones de vida de la gente pobre le preocupaba mucho. Pero lo que Malthus no llegó a ver fue la explosión que, en la producción de todo tipo de recursos, llegaría a suponer la disponibilidad de combustible barato en cantidades casi ilimitadas, gracias a la explotación de los combustibles fósiles que empezaba a insinuarse en un futuro muy próximo cuando escribía su libro. No obstante, el concepto de que el mundo es limitado y únicamente una parte de los individuos de una especie logra los recursos que necesita, y el resto de individuos son eliminados, es la base de la selección natural.

La euforia del «progreso» que, producida por la energía barata, se inició con la era industrial hace menos de doscientos años ha continuado hasta hoy. Esta energía ha permitido no sólo mejorar las producciones locales, sino también realizar intercambios y explotar recursos en cualquier parte del mundo. A la vez, se han extendido problemas que antes eran limitados: las emisiones a la atmósfera, la deforestación, la desertización, que se agoten muchos recursos pesqueros... Se ha ido empujando a la K de la población humana hacia arriba, pensando que Malthus estaba muy equivocado al pronosticar que se agotarían los alimentos. Aun así, igual que, hasta ahora, siempre se ha encontrado la forma de aumentar los recursos, se ha ido forzando más y más el sistema. Actualmente, la población pasa de los siete mil millones de personas. Lo que la sustenta, lo que sostiene que, además, una parte en aumento de esta población viva en ciudades y sólo una parte pequeña permanezca dedicada a la producción de alimentos, es la energía barata. Hemos globalizado el ecosistema del que dependemos. El 95 % del transporte horizontal que permite esta situación depende del petróleo, un recurso que, actualmente, encontramos mucho más despacio de la rapidez con la que lo gastamos (un barril nuevo descubierto por cada tres gastados, aproximadamente). Esto hace que nuestra situación sea muy frágil.

Los desarrollos técnicos vinculados al precio en aumento del petróleo pueden hacer: a) que se intensifiquen las inversiones para buscar y refinar petróleo (hasta ahora no salía a cuenta y durante décadas se ha invertido poco, lo que puede explicar en parte que hayan mermado los hallazgos de nuevos yacimientos); b) que se exploten las grandes reservas de arenas y esquistos bituminosos (como los que hay, por ejemplo, en Canadá) y que se aumenten procesos como la licuefacción del carbón, cuyas reservas tienen un volumen muy importante, aunque el uso de estos tipos de combustible comportaría un gran aumento de las emisiones; c) que se extienda el uso de motores combinados y así promover un abanico de formas más sostenibles para producir electricidad. Si esto puede hacerse, las previsiones maltusianas volverán a quedar, cuando menos, aplazadas por un tiempo difícil de determinar.

Si no, el colapso del transporte llevaría a una caída repentina de la K, puesto que ahora confiamos en la comida y otros materiales producidos a miles de kilómetros, con consecuencias trágicas: habría un excedente de muchos millones de personas sobre la capacidad de los recursos para mantener a humanos en la Tierra. Sin duda, esto supondría hambrunas, guerras y epidemias, y un brusco descenso demográfico. Entonces, finalmente, deberíamos dar la razón a Malthus. Naturalmente, hay esperanzas de que esto no pase, pero no es imposible. De hecho, no hace falta que se agote el petróleo. Basta con que los precios sigan subiendo, por escasez o por especulación, y que las soluciones tecnológicas alguna vez lleguen tarde, cuando ya se haya producido el temido colapso. Globalmente, no ha pasado nunca, y esperamos que no pase, pero sí que ha ocurrido muchas veces en situaciones históricas concretas y locales.

Darwin y el cambio climático
Si continuamos disponiendo de energía más o menos barata, el riesgo al que nos tendremos que enfrentar es al del cambio climático. El hombre, dentro de su ecosistema globalizado, produce alteraciones de ámbito planetario. Las soluciones piden una mitigación de las emisiones, que implica cambios profundos en la economía, y un esfuerzo para detectar nuestras vulnerabilidades ante los procesos de cambio en el medio (no sólo el clima, sino también los océanos y la pérdida de biodiversidad).

Darwin, entendiendo la posición del hombre dentro de los sistemas ecológicos, se daría cuenta sin duda de lo que está pasando. Y es que Darwin había hecho muchos estudios geológicos y paleontológicos. Sabía que la vida sobre la Tierra ha tenido una historia dinámica, de continuos cambios. Él era un seguidor de Lyell, que en aquellos tiempos había dado una visión gradualista de estos cambios, contraria a la creencia generalizada de sus predecesores en los cambios catastróficos, de los cuales el diluvio bíblico era un paradigma clave. Darwin, durante su viaje a bordo del Beagle, buscó con FitzRoy pruebas del diluvio, pero acabó descartando la idea, a medida que observaba pruebas de múltiples cambios del nivel del mar atribuibles a fenómenos continuos, graduales, de levantamiento y subsidencia, en la línea de lo que decían los Principios de Lyell, obra que tenía como libro de cabecera.
Hoy en día, Darwin quizás debería revisar sus ideas gradualistas. Las grandes extinciones que hay en el registro fósil de la historia de la Tierra parece que evidencian al menos algunos procesos catastróficos, de los cuales se han dado varias explicaciones, la más conocida es la caída de un cometa o meteorito grande (que se podría haber repetido en varias ocasiones), con muchas pruebas a favor en el caso del final del Cretáceo. Darwin estaría preparado para entender que el hombre corre el riesgo de modificar el entorno en exceso, pero debería cambiar de idea sobre el gradualismo. Una idea muy apreciada por él, pero, como él mismo decía, se hartó de rechazar ideas apreciadas a medida que aparecían hechos que no se ajustaban a estas. Darwin seguramente hoy en día no sería un gradualista dogmático, aunque los procesos graduales sean los que dominan durante la mayor parte del tiempo. Alguien ha dicho que la historia de la vida en la Tierra se asemeja a la percepción que tienen los soldados de las guerras: largos momentos de tedio (cambios graduales lentos), sacudidos muy de vez en cuando por instantes de pánico (cambios repentinos). Este tipo de comportamiento es muy habitual en todos los sistemas complejos.

Las extinciones: ¿sería Darwin conservacionista?
Sin duda, teniendo en cuenta sus antecedentes como paleontólogo, y dada la enorme importancia que tienen para entender el proceso evolutivo, Darwin estaría muy interesado hoy en las extinciones, y en particular en la denominada sexta extinción, la que el hombre está generando, sobre todo por la vía de la destrucción de hábitats. Probablemente, se dedicaría, como siempre hizo, a recopilar montones de datos. Estos serían conflictivos. Las especies que se sabe con certeza que se han extinguido completamente por la acción humana son todavía pocas, y Darwin detestaba la especulación sin base factual. Entonces, seguramente se callaría y seguiría acumulando información. Pero, sin duda compartiría el dolor que muchos naturalistas expresamos al ver cómo se aniquilan parajes bellos en los que hemos visto muchas especies sorprendentes y fascinantes.

Darwin sentía una profunda fascinación y curiosidad por las adaptaciones de las especies a la vida en su entorno. Eso lo afirmó reiteradamente, y, sin duda, es una fascinación que tuvo mucho que ver con el desarrollo de la teoría de la selección natural, que explica precisamente la finura de las prodigiosas adaptaciones de los seres vivos. No podría ver la destrucción de ambientes vírgenes en cualquier parte del mundo sin experimentar este dolor. Cada hecho biológico de la forma de vida más insignificante que, para la mayoría de los hombres, es una minucia sin importancia, para Darwin era una maravillosa fuente de información y un camino de comprensión de la naturaleza. Para nosotros, que hemos tenido ocasión de comprobar cómo mucha investigación posterior a Darwin desvelaba inesperadas virtudes farmacológicas o fantásticas soluciones de ingeniería, tendría que haber, además del interés teórico, muchos intereses prácticos para defender la conservación de las especies y sus hábitats. Pero, en cualquier caso, es posible que la motivación más grande para la conservación sea el conocimiento que podemos extraer de todos los seres vivos y de la forma en que se relacionan. Y Darwin ha sido una de las personas, quizás la que más, que nos ha enseñado a ver lo que podemos aprender de los demás seres vivos. Combinó observación, experimentación y reflexión teórica y, con estas armas, se convirtió en el hombre que más ha contribuido a cambiar la forma de pensar de una cantidad inmensa de humanos.

Personalmente, creo que Darwin se sentiría muy motivado por el argumento del conocimiento como razón para conservar la biodiversidad. A menudo se habla de salvar un organismo, un paisaje o ente natural, como los bosques tropicales o los arrecifes de coral, como si salvar el mundo fuese una función de la humanidad. Más valdría enfatizar la expresión No destruyáis que la expresión Salvad. Para no destruir debemos hacer que el entorno tenga un alto nivel de prioridad entre nuestros valores. El discurso no puede ser sólo utilitario, ya que puede haber razones prácticas, como beneficios o puestos de trabajo, que ahora mismo suelen estar por delante del entorno en la escala de valores. Deberíamos preservar los sistemas de sustento de vida porque son esenciales para nuestra supervivencia y nuestra actividad, porque podemos esperar beneficios económicos de ellos en el futuro (salud, industria, alimentación, turismo, etc.) y también, como decía, porque extraeremos muchos conocimientos de ellos.

Sobre la ética y la conservación
La conservación y la explotación de la biodiversidad generan conflictos de intereses. La explotación de la diversidad de los países pobres por parte de los ricos contribuye a enriquecer a los segundos aún más y a aumentar la desigualdad. La valoración de la biodiversidad como una propiedad de los países en los que esta se encuentra puede ayudarlos a desarrollarse (cambio de protección de la naturaleza por deuda externa o convenios de participación entre países biodiversos y países o empresas tecnológicamente avanzados en los beneficios obtenidos por la explotación de la biodiversidad). En cualquier caso, en el fondo, el conflicto se produce entre unos intereses supuestamente universales, defendidos por ciertas ONG y algunos organismos internacionales, unos intereses particulares de empresas –que pueden querer explotar la biodiversidad para sacar provecho de ella o considerar la biodiversidad como un impedimento para la realización de otras operaciones (mineras, energéticas, etc.)– y, finalmente, los intereses de las poblaciones locales (a menudo divididos por clases sociales). En cada uno de estos niveles se considerará que se defiende un punto de vista práctico. Por eso, con los argumentos prácticos no basta. Más allá de la reflexión práctica, es necesario pasar a la ética.

No es que la ética no tenga en cuenta las razones prácticas, al contrario, la ética lo que hace es decidir qué interés debe prevalecer. No hay valores éticos absolutos, la ética es una construcción cultural, quizás sobre unas raíces biológicas remotas, como la necesidad de garantizar la transmisión de genes, la seguridad del grupo y otras cosas muy básicas. A partir de este tronco común, la ética se diversifica, como las culturas. Hay grupos humanos que creen que la destrucción de cualquier vida es perversa y, por lo tanto, niegan al hombre el derecho a eliminar especies del planeta, pero otros no se plantean esta cuestión.

Darwin, en su Autobiografía, explica que, de pequeño, cuando hacía colecciones de insectos se planteaba si no debería limitarse a recoger insectos muertos, porque sus hermanas le habían convencido de que no estaba bien matarlos sólo para hacer una colección. De joven practicó mucho la caza, pero también esto le produjo alguna inquietud de carácter ético. Durante el viaje en el Beagle, acabó dejando que su ayudante se encargara de la obtención de ejemplares, indispensable para el estudio, en parte para ganar tiempo de trabajo, pero en parte por una creciente repugnancia a matar. No fue un pionero en el sentimiento de desazón por la muerte de seres vivos.

De hecho, la mayoría de culturas rechazan la destrucción gratuita, sea por placer o por negligencia, de cosas o de vidas. La valoración cambia cuando hay alguna necesidad imperiosa, e incluso la destrucción de vidas humanas se justifica en función de intereses colectivos en las guerras o en la aplicación de la pena de muerte. ¿Por qué no debería estar justificada la destrucción de espacios naturales o de otros organismos que no sean el hombre? Los campesinos pobres que queman la selva para cultivarla y dar de comer a sus hijos no pueden ser juzgados como la gran empresa que lo hace para abrir una explotación de minas, pongamos por caso. En ética, que es un código de coexistencia, los aspectos colectivos deben predominar sobre los aspectos particulares (excepto si lo que es aparentemente individual representa, en realidad, un bien mayor colectivo, o sea, cuando el derecho del individuo se extiende, en realidad, a todos los individuos).

¿Es aceptable la destrucción si tiene finalidades como la supervivencia propia y de la familia? Al fin y al cabo, gran parte de la deforestación tiene este origen: la explosión demográfica y los conflictos bélicos tienden a dispersar la presión humana en ámbitos que antes estaban poco penetrados por la actividad humana. ¿Puede construirse una ética que ponga en primer lugar la defensa del medio, cuando hay tantas razones sociales para que la fuerza mayor del hambre o la miseria acaben postergando sus argumentos? Para mucha gente, resulta evidente que la destrucción de la selva para hacer nuevos cultivos es aceptable, vista la situación de necesidad de los causantes. Supongo que un jurado moral tendría que absolver a los pobres campesinos que intentan sobrevivir, y aun así su comportamiento se podría considerar contrario a una ética que valorase en alto grado la defensa de la naturaleza. ¿Puede construirse una ética en unas condiciones en las que, tan a menudo, su vulneración debe ser excusada por razón de necesidad mayor?

¿Podemos atribuir un derecho inherente a la vida a las otras especies y a los sistemas ecológicos? No existe una moral transcultural aceptada por todos (que es lo que J. A. Marina ha definido precisamente como ética). Cuando se dice que toda vida tiene un derecho inherente a ser respetada, salen inmediatamente los vectores de la malaria o el virus de la viruela, y si debemos dejar de comer plantas y animales. Por eso vuelvo al argumento del conocimiento. La conservación de cualquier forma de vida, incluso las nocivas para el hombre, tiene interés desde el punto de vista del científico, ya que cada especie es un tesoro de conocimiento potencial. Como el deseo de conocer es una característica vital de nuestra especie, preservar objetos de conocimiento podría ser considerado un interés colectivo de la humanidad, y tendríamos un argumento ético más aceptable que la asignación de un derecho inherente a seres o cosas no humanos.

Sin embargo, no todo el mundo entiende el interés científico, que es colectivo. Cualquier especie, por más que sea perjudicial para el hombre o para sus intereses, es fascinante como objeto de estudio para un científico con curiosidad. Así que mi opinión, o seguramente la de Darwin, quizás no tiene una verdadera base ética, sino que refleja mis intereses o curiosidades. Seguramente, a los filólogos les pasa lo mismo con las lenguas. Quizás confundimos nuestros valores, en los que el deseo de aprender o la curiosidad son vitalmente importantes, con lo que sería una norma extensible a toda la humanidad. No lo sé. El argumento es que cualquier cosa digna de ser estudiada y de proporcionarnos conocimiento es un bien superior que es necesario conservar, porque el conocimiento es esencial.

En resumen, los argumentos para una ampliación de la ética hacia la cuestión ambiental pueden basarse: 1) en los peligros (en gran parte desconocidos y difíciles de medir) de la destrucción de hábitats y especies por la humanidad, 2) en la conveniencia de seguir aprendiendo de la vida en todas sus manifestaciones, o 3) en un supuesto derecho inherente a cualquier especie a luchar por su vida (y, por lo tanto, la limitación de nuestro derecho a decidir sobre ella). Todos estos argumentos coinciden en una postura no antropocéntrica, ya que tienden a ver, de acuerdo con la ciencia actual, al hombre como parte de sistemas ecológicos más amplios, cuyo mantenimiento, por lo tanto, nos interesa mucho. Quizás la raíz de la posible extensión de la ética sea que el interés humano colectivo y el interés de los ecosistemas y la biosfera coinciden. Para el hombre es vital que los procesos ecológicos funcionen bastante bien y es también vital seguir aprendiendo de la vida; por eso la protección de los sistemas de apoyo de la vida tiene un valor superior a los intereses más particulares, sean de empresas, grupos humanos o sociedades enteras. Si esto es cierto, no haría falta, creo, recurrir al esencialismo de asignar derechos inherentes a cosas o seres no humanos.

Una vez llegados a este punto, seguirá resultándome imposible condenar moralmente al campesino desesperado si quema la selva o caza gorilas. Hace tiempo que el reto está planteado: conservación del entorno y dignificación de la vida humana deben avanzar en paralelo. Si no, ninguna ética o ampliación de la ética por el medio ambiente será defendible. Se trata, tal y como dice la definición de desarrollo sostenible, de aumentar el bienestar de las poblaciones humanas sin disminuir las posibilidades de las generaciones futuras: sostenibilidad, sí, pero desarrollo, también.

La biodiversidad es el resultado de la evolución, y, por lo tanto, de la historia. Muchas especies han desaparecido; aunque muchos científicos darían lo que fuese por encontrar vivo a algún representante de la fauna de Ediacara o de Burgess Shale o un dinosaurio, el hecho es que especies, géneros, familias y phylla enteros se han extinguido. Lo han hecho quizás el 99 % de las especies que han existido. En algunos períodos, las tasas han sido muy elevadas, y esto se ha asociado en ciertos casos a catástrofes concretas, pero incluso en períodos normales se han encontrado tasas de extinción no nulas. Asimismo, el ritmo de aparición de nuevas especies es fluctuante, y, en conjunto, la biodiversidad sobre el planeta ha cambiado a lo largo del tiempo. Es decir, es posible mantener una biosfera con niveles diferentes de biodiversidad. ¿Se puede hablar de unos límites mínimos tolerables, y condenar las destrucciones sólo más allá de estos límites?

Aquí pasa un poco como con la radiactividad: se aceptan unas normas, unos umbrales de peligrosidad, pero el hecho es que, científicamente, no hay forma de establecer estos límites. Cualquier radiactividad puede ser nociva, incluso a niveles muy bajos, y lo que se recomienda es que la radiactividad soportada sea lo más baja posible, que no es decir mucho. Aun así, hay una radiactividad ambiental inevitable. También hay unas tasas inevitables de extinción, y seguramente cada extinción individual tiene efectos sobre el conjunto. Podemos establecer un nivel máximo tolerable de extinción, como se ha hecho con la radiactividad, pero sería una decisión convencional. Los científicos se inclinarían por no aumentar las tasas «naturales» de extinción. Por otro lado, para el funcionamiento de los ecosistemas hay especies más importantes y otras que lo son menos, aunque casi nunca sabemos medir esta importancia dada la complejidad de los ecosistemas. En resumen, no podemos establecer unos límites absolutos más allá de los cuales la pérdida de diversidad debe considerarse intolerable, ni hacer una lista de especies prescindibles.

Es necesario poner la no destrucción de hábitat y especies (no destruyáis) en un alto nivel dentro de la escala de nuestros valores, y esto último se asocia, como he dicho, a una ética menos antropocéntrica. Aquí sí que parece que la tendencia general de la ciencia, y en particular la ciencia ecológica, pueden servirnos de orientación. Como hemos visto, la ecología da, después de Darwin, un nuevo paso para rebasar el antropocentrismo: el hombre es parte de la naturaleza, está integrado en los sistemas naturales. Se trata, por lo tanto, de construir una ética, o una extensión de la ética, sobre la base de que el interés humano colectivo (el de la humanidad en general) y el interés de los ecosistemas y la biosfera, de los que dependemos y en los que nos integramos, coinciden, y tienen un valor superior al de los intereses más particulares, de grupos humanos, sociedades o empresas. Yo me apuntaría fácilmente a una opción de este tipo (ya que conviene a mis preferencias y curiosidades; además, sería una buena base para articular políticas respetuosas con el entorno) y seguramente Darwin también lo haría; pero dudo del fundamento filosófico si la defensa de la naturaleza, definida como un valor abstracto, se enfrenta a necesidades elementales de poblaciones humanas. Las políticas respetuosas con el entorno están obligadas a superar este conflicto moral solucionando a la vez preservación y dignificación de la vida humana.

Razón y emociones en la conservación
Finalmente, aún hay algo que se puede añadir a los argumentos basados en la supervivencia y el conocimiento. El hombre es un ser en el que las emociones tienen un papel fundamental. Darwin dedicó un libro a la expresión de las emociones en el hombre y en los demás animales, convencido, con razón, de que las emociones y su expresión son producto de la evolución por selección natural. La estética se relaciona con la emoción (y la ética, claro está). En este contexto, la estética puede entrar al menos desde dos puntos de vista. Uno consiste en que no sólo hay funciones y conocimientos que sean necesarios preservar en la naturaleza, sino también belleza. Es la belleza de los parajes naturales la que, en primer lugar, ha contribuido al hecho de que se tomasen medidas de protección y no hay razones para pensar que no siga siendo así. Los parajes bellos o los animales más espectaculares motivan movimientos de defensa más intensos. Es cierto que la belleza no siempre es un criterio directamente relacionado con la importancia funcional o el interés científico, pero resulta evidente que la belleza interesa a los hombres. A todos.

El segundo punto de vista es tópico, vivimos en el mundo de la imagen, y a menudo es más importante la imagen que se da que lo que hay detrás. En la publicidad, la finalidad propia es dar a conocer un producto y crear una imagen positiva de él. Y aquí hay algo parecido a una preocupación estética. Muchas empresas, a menudo poco respetuosas en la práctica con el medio, intentan dar la imagen opuesta, de ofrecernos naturaleza. Nos agobian con anuncios de automóviles «cuatro por cuatro» enmarcados en una naturaleza impresionante, cuando el éxito del producto y la proliferación de estos vehículos constituye, en realidad, una terrible amenaza para el medio. Se vende naturaleza, cuando en realidad se está incitando a destruirla. Si la emoción estética puede ser una motivación positiva para la protección del medio, la emoción manipulada puede resultar un enemigo temible. Está claro que siempre es así en el mundo de las emociones. Por eso es tan importante que aprendamos a ver la fealdad del engaño tras la atracción de una publicidad engañosa, o a avergonzarnos (es decir, a adquirir una visión negativa de nuestra propia imagen) si manipulamos interesadamente los temas ambientales.

Ética y estética son difíciles de disociar, puesto que nuestro comportamiento lo juzgan los demás por la imagen que damos. Por lo tanto, cuando algún valor es socialmente aceptado y reconocido, es más difícil atacarlo, si no por convicción propia al menos por la imagen que queremos dar. Así que, si no nos sale ser ambientalmente correctos por convicción, hace falta hacer que lo seamos por estética, para parecer correctos y bien educados. En esto reside la presión de la sociedad. Ha funcionado siempre con una potencia enorme en la regulación de las conductas dentro de sociedades pequeñas. El mecanismo puede quedar más desvirtuado cuando quien actúa son sociedades anónimas y multitudes impersonales, pero en este aspecto la educación del consumidor debe tener un papel decisivo. La educación puede reforzar los mecanismos de control social, en unas condiciones en las que estos tienden a desintegrarse. A medida que el poder se desplaza hacia fuerzas económicas impersonales y cada vez más lejanas, y que muchos políticos, carentes de opciones reales porque la economía está en otras manos, pasan de proponer ideas sobre cómo gobernar a proponer una imagen atractiva sin ideas, sólo una atenta presión social puede contrarrestar estas tendencias para exigir conductas cada vez más respetuosas con el medio.

Conclusión
Hay muchas iniciativas internacionales dedicadas a frenar la destrucción de la biodiversidad. El primer factor de destrucción es la proliferación de la especie humana y el impacto de sus actividades en cualquier parte del planeta, que está determinando una transformación rápida de los hábitats y los usos del suelo, y a la vez una alteración de la atmósfera y el clima. Los países ricos pueden diseñar políticas de gestión más conservacionistas, delimitando áreas protegidas y redes de conexión, protegiendo especies concretas y limitando o prohibiendo actividades que se consideran nocivas para el medio; pero los principales lugares en los que se libra la batalla son los países pobres de la zona tropical. Hay muy pocas soluciones. La cuestión de fondo es la asimetría entre países pobres y ricos. A menudo, las mismas empresas y personas que tienen un comportamiento respetuoso en Europa, en Japón o en Estados Unidos son depredadoras en el Tercer Mundo. El proceso destructivo tiene, en primer lugar, causas socioeconómicas, y son necesarias soluciones muy imaginativas y solidarias para atacarlas. Ahora, las estrategias apuestan por abordar el tema desde una óptica mucho más amplia, que considere los drivers o conductores del cambio (en primer lugar socioeconómicos y también climáticos) y, por lo tanto, que integre soluciones que vayan mucho más allá de la delimitación de espacios que es necesario proteger y la implementación de medidas técnicas. También se ha modificado la idea de la conservación en zonas isoladas, ya que la fragmentación es un factor de pérdida de diversidad y de fragilidad de la diversidad delante de sus cambios ambientales. Es necesario diseñar estratégias de un cierto grado de conservación en todo el territorio, con especificaciones más concretas en ciertas areas, y un grado satisfactorio de permeabilidad en el conjunto del planta.

Las cosas, además, se han complicado. Estamos asistiendo a procesos de cambio en el funcionamiento de los ecosistemas que no se acaban de entender. Cambios muy pequeños en apariencia, por ejemplo en la temperatura o la acidez de los océanos, acompañan altibajos importantes en la composición de los ecosistemas, como los problemas de los corales, la proliferación de medusas, etc. La conservación no podrá consistir en poner aparte una parte del planeta para que no se estropee, porque hay procesos de ámbito planetario que están cambiando y la conservación deberá de ser una gestión de abastecimiento muy amplio que, en gran parte, no podemos hacer por ignorancia, y quizás, por una real incapacidad práctica.

Quizás, más que imaginar que pensaría Darwin de los problemas actuales del medio, el que habríamos de hacer es pensar como aprovechar las enseñanzas de Darwin, para hacer mejor las cosas. Darwin nos enseñó alguna cosa sobre como somos y de donde venimos. Esto nos puede ayudar a decidir hacia donde vamos, y cómo.



Jaume Terradas Serra es miembro del CREAF y Unidad de Ecología, Universidad Autónoma de Barcelona
Revista Medi Ambient (GenCat)

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