sábado, 12 de marzo de 2011

Solo era un espejismo

SOLO ERA UN ESPEJISMO

La consejera andaluza de Obras Públicas y Vivienda anunció hace unos días que se van a tomar iniciativas políticas para regularizar 11.000 viviendas ilegales construidas en suelo no urbanizable en los campos de la Axarquía, casi el 90 % del total. Las pocas esperanzas que nos quedaban de que la administración de la Junta de Andalucía impulsara una política urbanística orientada en los intereses generales parecen esfumarse.

Muy lejos queda ya un breve paréntesis temporal, iniciado a fines de 2003, en el que pareció que nuestros gobernantes habían decidido acabar con varias décadas de tolerancia hacia los desmanes urbanísticos que se extendían por toda la geografía andaluza. Años en que se modificó la Ley de ordenación urbanística andaluza (LOUA), se aprobó el Plan de Ordenación Territorial de Andalucía (POTA) así como diversos planes subregionales de ordenación, con la pretensión de recuperar un modelo coherente de desarrollo territorial y urbanístico que estaba desapareciendo a marchas forzadas. Tiempos en los que se acrecentaron las impugnaciones de licencias de obras, los expedientes por infracciones urbanísticas, las denuncias ante los tribunales por parte de los órganos de la Junta; algunos incluso dicen que se creó un cuerpo de inspectores de disciplina urbanística de la Junta, aunque pocos los han visto.

En fin, creímos que nuestros representantes políticos estaban dispuestos a cumplir con sus obligaciones: acordar democráticamente un modelo de desarrollo territorial y urbanístico, y hacerlo respetar. Pero muy pronto llegaron los desengaños.

Quizás podemos empezar recordando las 30.000 viviendas ilegales de Marbella, que por arte de birlibirloque, es decir, tú me das y yo te doy, quedaron finalmente en 800, con una ciudadanía boquiabierta y esperando aún las primeras demoliciones de esas pocas viviendas en las que, al parecer, no hay forma de compensar. Por lo demás, de las compensaciones por el momento se sabe poco.

Un poco más tarde apareció el decreto sobre los campos de golf, que, en aras de un turismo medioambientalmente insostenible, justificó que los límites de crecimiento urbanístico de las poblaciones, establecidos en el POTA, quedaran exceptuados si se trataba de urbanizaciones en torno a una de esas instalaciones deportivas. Entre medias tuvimos ocasión de ver cómo la administración andaluza se indignaba por el atentado ambiental que suponía el hotel en la playa de El Algarrobico del parque natural del Cabo de Gata y reaccionaba enérgicamente para, poco a poco, ir atemperando su postura hasta llegar en estos momentos a una actitud que es difícil de valorar. Recientemente le llegó el turno a los parques naturales andaluces, cuyos planes de ordenación de sus recursos naturales quizás van a terminar obligados a acomodarse a los intereses de planeamiento urbanístico de los municipios colindantes, y no a la inversa.

La demanda de mayores competencias autonómicas, en este caso sobre la ejecución de la ley de Costas, apenas esconde sus vergüenzas: Se trata de flexibilizar las exigencias de una ley estatal especialmente coherente con la protección de nuestro litoral, de realizar interpretaciones creativas de sus preceptos, para poder seguir aceptando invasiones del dominio público marítimo-terrestre, y no sólo pensando, aunque también, en los chiringuitos. Para no seguir citando ejemplos, terminaré recordando que un significativo sector del socialismo andaluz ha dedicado apreciables esfuerzos, durante los meses de elaboración de la reciente reforma del código penal, a presionar para que se eliminara el delito de prevaricación urbanística. Muchos compañeros, especialmente de la Axarquía, estaban padeciendo la existencia de ese precepto. Afortunadamente nuestro legislador estatal, no sólo no eliminó el delito, sino que incrementó notablemente su pena. Por una vez se salvaron los muebles.

En suma, todas esas percepciones que tuvimos en 2004, 2005... eran solo un espejismo. Con el anuncio de la legalización de las casas diseminadas de la Axarquía nos hemos topado de bruces de nuevo con el desierto, el desierto medioambiental hacia el que parece caminar Andalucía. Para que no quedara resto de esperanza el anuncio se ha realizado del modo más simbólico posible, por parte de una consejera que se había destacado hasta hace poco por su sensibilidad urbanística y de ordenación del territorio. Lo anunciado es una renuncia en toda regla a aplicar la legalidad urbanística, sin apenas concesiones. Únicamente se van a dejar sin legalizar, dicen, las construcciones en suelos de protección especial, menos de 900, pero se van a legalizar en torno a 11.000, por el momento. Pues hay cerca de 1.000 viviendas más que, alegan, no se pueden legalizar porque la infracción no ha prescrito. Bueno, eso tiene fácil arreglo, con dejar que prescriban, como ha sucedido con las 11.000 anteriores, todo resuelto.

Los ciudadanos deberían saber que las infracciones ligadas a construcciones ilegales prescriben porque las administraciones, municipal y autonómica, no cumplen con su obligación de localizar y perseguir las construcciones ilegales. Se ha llegado a la sorprendente situación de que las administraciones, en lugar de avergonzarse por el palmario incumplimiento de sus deberes de mantener la disciplina urbanística, presentan su conducta irregular como un beneficio que hacen a ciertos colectivos ciudadanos, en detrimento naturalmente de los intereses generales. Dicho de otro modo, a ciertos ciudadanos se les perdonan sus infracciones y, a cambio, a la administración no se le piden cuentas.

Los representantes políticos autonómicos pueden legislar, reglamentar, ordenar muy diferentes ámbitos de nuestra convivencia, pero hay algo que rara vez pueden hacer. Ese algo es demoler un edificio construido o a medio construir ilegal. Una casa, un edificio, es una realidad física que les supera, más bien parece un hecho sobrenatural cuya destrucción está fuera del alcance de las capacidades naturales humanas.

Por muy arraigado que uno tenga su sentimiento autonómico, no puede dejar de lamentar la decisión de nuestro texto constitucional que en su momento atribuyó las competencias urbanísticas a las comunidades autónomas. Se encomendó la protección de nuestro territorio, de nuestras viviendas, de nuestra calidad de vida a unas instituciones que han demostrado que no tienen, cuando menos, la capacidad necesaria para defender estos valores comunitarios. Demasiado cerca de los intereses particulares, demasiadas redes clientelares.

Y las elecciones están a dos meses vista. También demasiado próximas para esperar que los intereses generales primen sobre las carreras políticas sometidas a riesgo. Si al menos, como antes, pudiéramos decir que la alternativa es peor. Desgraciadamente todo indica que es simplemente igual.

José Luis Díez Ripollés es Catedrático de Derecho Penal de la UMA
Diario Sur

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