martes, 1 de enero de 2008

Entrevista con Jorge Riechmann "..no se puede separar el problema ecológico de la cuestión social"

AHORA MENOS QUE NUNCA PODEMOS SEPARAR EL PROBLEMA ECOLÓGICO DE LA CUESTIÓN SOCIAL
Entrevista con Jorge Riechmann Fernández
- Actualmente se extiende la voz de alarma con respecto a la salud del planeta y a la imposibilidad de mantener el modo de vida occidental sin ahondar aún más en las fracturas sociales. ¿Cuál es tu valoración de la situación actual en el ámbito social y medioambiental? ¿Estamos ante una “crisis de civilización”?
J.R.- Sin duda nos encontramos en una gravísima situación de crisis --aunque quizá la expresión “crisis de civilización” requiere una explicación más detenida. Exceptuando a quienes cierran tenazmente los ojos ante la realidad, creo que no costaría ponernos de acuerdo en que estamos ante una crisis ecológico-social. No se trata sólo de una crisis ambiental, que es evidente, sino de algo mayor donde se entrelazan tres fenómenos de grandes dimensiones:

1) tenemos una crisis climática antropogénica esto es, -creada por los seres humanos-, originada por el exceso de gases de efecto invernadero en la atmósfera, crisis con consecuencias potencialmente devastadoras;
2) Tenemos además una crisis energética: hemos construido nuestras sociedades industriales sobre la base energética de los combustibles fósiles, un recurso natural limitado, y los hemos estado quemando rapidísimamente, de modo que ahora nos avecinamos a ese punto dramático del peak oil o cenit global del petróleo –al que seguirá muy pronto el del gas natural y, más adelante, el del carbón--, punto de inflexión que indica el final de esa economía expansiva basada en combustibles fósiles muy baratos que ha caracterizado a la primera etapa de la sociedad industrial;
3) Tenemos, en tercer lugar, una crisis de biodiversidad, con la desaparición de especies y la degradación de ecosistemas, que es también terrorífica en su extensión. Estamos hablando, en efecto, nada menos que de la “sexta megaextinción”. Las cinco anteriores se produjeron por perturbaciones de la biosfera que podemos considerar “externas”, a consecuencia, por ejemplo, del impacto de algún enorme meteorito contra la Tierra, y condujeron a una desaparición de la vida sobre planeta que en algún caso alcanzó al 90% de las especies vivas; y ahora estamos haciendo lo mismo, pero a resultas de la actividad humana, no de ninguna perturbación externa.


Ya sólo estas tres grandes dimensiones que he mencionado, y que están relacionadas entre sí por diversos nexos causales, bastan para poder hablar de una crisis ambiental grave, pero, como se aprecia, las causas no son para nada “naturales”, sino que tienen que ver con la deficiente inserción de los sistemas humanos en los sistemas naturales. Se trata, pues, de una crisis socio-ecológica, de modo que ahora menos que nunca se puede separar lo social de lo ecológico. Hay además otra serie de fenómenos, más internos a las sociedades humanas, que también indican crisis a mi modo de ver.

Tenemos un mundo más desigual de lo que nunca lo ha sido en la historia de la humanidad, a pesar de las promesas del desarrollo industrial y de la democracia. Tales desigualdades no han dejado de crecer, sobre todo en estas últimas dos o tres décadas de capitalismo neoliberal, hasta niveles que son insoportables. Podemos hablar, pues, de una crisis social vinculada con esos problemas de desigualdad.

Y hay que añadir al menos un quinto elemento vinculado con los anteriores: me refiero al enorme poder de configuración que tienen hoy la ciencia y la tecnología, eso que cabalmente podemos llamar --desde mediados del siglo XX-- tecnociencia, y a la posibilidad que desarrollos problemáticos de esa tecnociencia mengüen aún más las posibilidades de que exista en el futuro “una humanidad libre en una Tierra habitable”.

Si unimos estos cinco elementos o dimensiones de la crisis, llegaremos a la conclusión de que la expresión “crisis de civilización” no resulta exagerada. Esta crisis de civilización no es nueva: sus elementos eran perceptibles desde hace al menos tres decenios -aunque no en la forma actual-, tan dramáticamente agudizada. Y por otra parte la expresión “crisis de civilización” nos acompaña casi desde hace un siglo: fue introducida en el contexto de crisis cultural y devastación material que causó en Europa la Primera Guerra Mundial.


- En el caso actual, si las sociedades humanas no cambian de hábitos, realmente significa el fin por agotamiento del planeta…

J.R.- Parecen palabras muy gruesas. Cuando se evocan posibilidades de ese tipo enseguida surgen acusaciones de catastrofismo, pero por desgracia realmente nos hallamos delante de un abismo. En una reciente conferencia en Madrid, Jeremy Rifkin se refirió a informes científicos que hablan de una posible subida de temperatura de hasta 20 grados centígrados en pocos decenios. Eso es inconcebible: el adjetivo “apocalíptico” se quedaría corto. La temperatura promedio de la Tierra es aproximadamente de 15 grados; ahora ya algo más, a consecuencia de ese efecto invernadero reforzado que nos ha llevado casi un grado por encima de los niveles preindustriales. En un planeta con una temperatura promedio de 35 grados, si quedase vida, sería vida bacteriana, seguramente nada más por encima de ese nivel microbiano. Bastan subidas de temperaturas más moderadas, de más allá de tres grados por encima de los niveles preindustriales promedio, para causar una crisis devastadora que se lleve por delante a buena parte de las especies vivas de este planeta. Así que de verdad es un abismo lo que tenemos delante, y seguimos avanzando hacia él a toda velocidad. Durante el pasado Congreso Nacional de Medio Ambiente, a finales de 2006, se aprobó un manifiesto titulado “Preocupa que no preocupe”. Hoy quizá habría que acentuar aún más esa preocupación, y la consigna frente a quienes reprochan alarmismo a la pobre Casandra verde que sigue desgañitándose podría ser: “alarma que no alarme”. Cabría también interpretar la expresión “crisis de civilización” en un sentido más restrictivo, entendiendo el término “civilización” como referido a la civilización occidental, y señalar así que hemos ofrecido modelos sociales y culturales como si fuesen universales, cuando en realidad no pueden serlo. Hemos “vendido” al mundo durante decenios lo que hemos llamado “modelos de desarrollo”, y que son cualquier cosa menos modélicos: pues no son generalizables, sólo sirven si apenas una pequeña parte de la humanidad se atiene a ellos, pero no pueden incluir al conjunto de la población mundial. En ese sentido, topar con los límites del planeta nos devuelve a los límites de esos modelos, que están en crisis: y también en ese sentido podemos hablar de crisis de civilización.

- ¿Cómo afecta nuestro comportamiento a la salud de la Tierra? ¿Qué aspectos de nuestro comportamiento deberían requerir más atención por ser los que comprometen de manera decisiva la salud del planeta?

J.R.- Se trataría, en términos muy generales, de regular racionalmente el metabolismo entre las sociedades humanas y la naturaleza, a partir de la conciencia de las constricciones ecológicas globales que nos impone la particular estructura de la biosfera donde vivimos, y de la necesidad de vivir dentro de esos límites. Ello implica centrar la atención en esos intercambios de materia, energía e información entre los sistemas humanos y los sistemas naturales dentro de los cuales los primeros se encuentran. Como la crisis ecológico-social tiene que ver sobre todo con problemas que podríamos denominar de escala --sistemas humanos demasiado grandes en relación con la biosfera que los contiene--, lo que debería imponerse, de manera general, es un fuerte movimiento de autocontención, de autolimitación, por parte de los seres humanos.


- Has mencionado unos sistemas humanos demasiado grandes en relación con la biosfera, ¿una faceta del problema, entonces, es que somos demasiada gente?

J.R.- Una respuesta breve sería que sí, pero habría que matizar bastante a continuación. La gran escritora –y consecuente ecologista-- Marguerite Yourcenar, hace ya más de dos decenios, pensaba que una población humana sostenible en el largo plazo no debería sobrepasar los mil millones de habitantes, y hoy vamos camino de los siete mil millones... Una de las formas de percibir el impacto humano sobre la biosfera es calcular la parte de la producción primaria neta de la biosfera de la que nos apropiamos los seres humanos. Esta producción primaria neta es el excedente de biomasa que gracias a la fotosíntesis produce cada año la biosfera, excedente a partir del cual tenemos que vivir, a lo largo de las cadenas tróficas, todos los seres vivos. Hoy aproximadamente una cuarta parte de la producción primaria neta es apropiada por los seres humanos: un porcentaje enorme si pensamos que somos sólo una especie dentro de los millones de ellas que pueblan el planeta. Eso sugiere otra imagen para describir la situación actual del planeta, y es la de un “mundo lleno”, un planeta que esta ecológicamente saturado (en lo que a la especie humana se refiere).

No cabe duda de que causamos demasiado impacto en la biosfera, y en ese sentido hemos crecido demasiado. Ese impacto se puede analizar de forma sencilla, como han propuesto varios autores, en producto de tres factores: 1) la población; 2) el consumo de recursos; y 3) la conjunción de tecnología, necesidades humanas y formas de vida, es decir, las maneras de organizar socialmente la producción y el consumo. Basta este sencillo análisis para ver que el impacto global aumenta si aumenta la población, a igualdad de los demás factores; pero el impacto a su vez depende de la manera concreta en que esas poblaciones organizan su relación con el entorno. Una población muy grande con una forma de vida muy austera puede causar un impacto relativamente pequeño, y una población más reducida pero con un modo de vida muy dispendioso en energía y materiales causará un impacto mucho mayor. De hecho, esa descripción se ajusta, grosso modo, a nuestro mundo actual hendido entre Sur y Norte (en términos socioeconómicos, no geográficos). Muchas magnitudes que expresan la desigualdad global parecen regirse por una fatídica regla del 20/ 80: el 20% de la población rica se apropia del 80% de los recursos y causa el 80% del impacto. En el Norte del planeta, una población menor genera más impacto, y en el Sur una población mayor causa menor impacto. Sólo desde la conciencia de estas desigualdades, y desde un principio de “responsabilidades comunes pero diferenciadas” -a mayor poder causal, mayor responsabilidad-, puede argüirse la deseabilidad de una reducción de la población humana, en el medio y largo plazo.


- Esa idea de mundo lleno ¿lo relacionas con la noción de biomímesis?

J.R.- Sí, pero no solamente. La idea de “mundo lleno” no debe entenderse en términos absolutos: no es que no queden espacios vacíos, sino que la apropiación humana de recursos, materiales, energía, territorio o producción primaria neta resulta excesiva. Si pensamos –por ejemplo- en términos de huella ecológica, sabemos que la huella mundial actual excede la biocapacidad de la Tierra. También en ese sentido podemos hablar de “mundo lleno”: se trata de otra forma de describir los sistemas humanos demasiado grandes en relación con la biosfera que los contiene. Lo nuevo es que esto sucede a escala global por vez primera en la historia de la humanidad. En épocas anteriores, diversas sociedades causaron crisis socio-ecológicas locales o regionales, algunas de ellas lo bastante graves como para llevarse por delante a esas sociedades -como recoge por ejemplo-, el notable libro de Jared Diamond, Colapso, publicado en 2006. Pero ahora el posible colapso amenaza al mundo como un todo.
Si tomamos conciencia de esa situación de mundo lleno y lo que implica, podemos refinar nuestro análisis.

Lo que propongo en mi libro Biomímesis(1) para analizar estos problemas de insostenibilidad es que podemos distinguir cuatro clases de dificultades:
a) problemas de diseño; b) problemas de escala; c) problemas de eficiencia; y d) una especie de macroproblema, el problema fáustico de la tecnociencia. La conexión de estos cuatro elementos nos proporciona, creo, un marco analítico razonable para pensar sobre la insostenibilidad.

Al considerar los problemas de diseño, de mal diseño de los sistemas humanos, hallamos que estos encajan mal en la biosfera porque al irlos creando no hemos tenido apenas en cuenta esa estructura de los ecosistemas en los cuales debían encajar. Si pensamos por ejemplo en la historia de la química a lo largo del siglo XX, sobre todo la química orgánica, resulta que hemos introducido a partir de los años veinte y treinta miles de moléculas nuevas en la biosfera: familias enteras de compuestos -como los organoclorados sin ir más lejos- que luego han creado problemas enormes de salud humana y ecosistémica. Se trata de moléculas mal adaptadas a la bioquímica de los seres vivos, que no existen de modo natural. En lugar de haber pensado en la química de los seres vivos como punto de partida, de forma biomimética -como ahora intenta hacer la química verde-, nos hemos lanzado con demasiada alegría y bastante irresponsabilidad a esa síntesis de compuestos nuevos. Hay muchos ejemplos en el mismo sentido, que indican incompatibilidad o al menos falta de coherencia de los sistemas humanos con los sistemas naturales que los contienen. La noción de biomímesis, o mayor coherencia entre sistemas humanos y sistemas naturales, nos indica la vía para la reconstrucción de los sistemas humanos, económicos, ecológicos y sociales, para lograr una mayor compatibilidad.

En segundo lugar tenemos los problemas de escala –tamaño excesivo de los sistemas humanos con respecto a la biosfera-, que a mi entender son los más graves y difíciles de abordar, porque no se trata de problemas tecnológicos. Y es que esta sociedad industrial nuestra de los últimos dos siglos tiende a enfocar siempre sus dificultades bajo un prisma tecnológico, muy reductivamente. Pero los problemas de escala no admiten soluciones tecnológicas: se trata más de problemas de conducta, organización, instituciones, cultura, valores… que nos resultan mucho más difíciles de tratar y chocan contra la dinámica de expansión constante que está en la base de la economía capitalista.

En tercer lugar hay que mencionar los problemas de eficiencia: hemos creado sociedades industriales bastante ineficientes en el uso de los recursos naturales, e intentamos abordar esta cuestión mejorando la ecoeficiencia de esas sociedades. Sin embargo, aquí hay una trampa sobre la que luego querría volver.

Por último, tendríamos la cuestión de esa tecnociencia nuestra relativamente fuera de control, que es a lo que me refiero como problema fáustico o prometeico. Una tecnociencia que tiende a funcionar como si fuese una potencia autónoma, desvinculada de los fines, proyectos y necesidades humanas, y que nos sitúa ante cuestiones abismales. La más evidente es que desde mediados del siglo XX disponemos de la capacidad para eliminar físicamente a la especie humana de forma rápida y sencilla, habida cuenta de la concentración de poder militar con las armas de destrucción masiva en pocas manos; y a partir de ahí ese tipo de desafíos han ido creciendo. Hoy otro de los horizontes que debería inquietarnos más es que, a partir de los avances en las tecnologías reproductivas y de manipulación genética, la dinámica tecnológica y mercantilizadora lleve en poco tiempo a la división de la especie humana en varias subespecies diferenciadas. Algunos estudiosos, como por ejemplo el profesor Lee Silver –se puede leer su libro Vuelta al Edén, editado en castellano por Taurus en 1998, o alguno de los de John Harris-, dan por hecho que de aquí a tres o cuatro siglos convivirán en el planeta varias subespecies humanas biológicamente diferenciadas.


- Nos encontramos en un modelo donde la tecnología tiene un fuerte peso, pero en numerosas ocasiones sus usos nos ha conducido a resultados con costes muy altos, como has explicado anteriormente. En este sentido, has formulado en tus escritos la necesidad de aplicar el “principio de precaución”. ¿Podrías explicarlo? ¿Está primando este principio?

J.R.- Los cuatro problemas de insostenibilidad que hemos mencionado conducen, desde mi punto de vista, a cuatro principios para hacerles frente:
1) principio de biomímesis, o de coherencia entre los sistemas humanos y los sistemas naturales;
2) principio de autolimitación o de autocontención, para hacer frente a los problemas de escala;
3) principio de ecoeficiencia, para hacer frente a los problemas de eficiencia;
4) y finalmente un principio de precaución para hacer frente al problema de la descontrolada tecnociencia fáustica. Ahora bien, de los cuatro principios, sólo el de ecoeficiencia engrana bien en la lógica económica actual. Eso explica por qué los esfuerzos -insuficientes, por otra parte- que se están desplegando desde los centros de poder político y económico para hacer frente a las crisis ecológica son casi exclusivamente esfuerzos de eficiencia; lo cual es enormemente reductivo y a la larga, además, no nos lleva a ninguna parte. Centrarnos en la eficiencia es de hecho una vía casi segura para fracasar. La historia de los esfuerzos de política ambiental en los últimos treinta años se puede leer como la historia del fracaso de la “estrategia de eficiencia” al tiempo que se descuidaban los demás factores (biomímesis, autocontención, precaución). Un articulo de prensa aparecido en The New York Times recientemente aludía a la modernización de fabricas de cemento en Europa oriental recién incorporadas a la economía de la UE, actualmente muy ineficientes y con un impacto ambiental enorme. La UE quiere modernizarlas para reducir sus emisiones de dióxido de carbono en un 20%, y con eso nos frotamos las manos y nos decimos que ya estamos en el buen camino. Pero es cerrar los ojos, o enterrar la cabeza en el suelo: el efecto que se ha constatado en anteriores procesos análogos de “modernización ecológica” por la vía de la eficiencia es que el volumen de producción ha crecido sobreproporcionalmente, bastante más allá de ese 20% de ganancia en eficiencia, y se esta produciendo más eficientemente una cantidad mucho mayor de cemento, con lo cual el impacto global y las emisiones de gases de efecto invernadero son también mayores. Somos más eficientes, por tanto, pero causamos un impacto todavía mayor, y ésa es la historia del capitalismo en los últimos dos siglos: un capitalismo que ha ido siendo cada vez más eficiente y causando un impacto cada vez mayor. Este fenómeno esta bien estudiado por los economistas, tienen de hecho un término técnico para nombrarlo, el “efecto rebote”. De manera que perseguir la ecoeficiencia en detrimento de los otros componentes de la sostenibilidad no nos lleva muy lejos. No se hace lo suficiente, pero casi todo lo que se hace va en ese sentido, sometido al reduccionismo de la eficiencia. Sobre la idea de biomímesis, que sin ser muy funcional a la economía capitalista sin embargo resulta más asimilable que los principios de autolimitación o de precaución, se hace un poco: no hay más que ver el entusiasmo con que predican a audiencias empresariales autores por otra parte tan estimulantes como Michael Braungart y William McDonough (se leerá con provecho su librito Cradle to cradle -de la cuna a la cuna-, publicado en español por McGraw Hill en 2005). En fin, que ha prestado mucha más atención a los elementos que pueden abordarse con soluciones primordialmente tecnológicas, como son la biomímesis y la ecoeficiencia. En cambio, los principios de precaución y de autolimitación implican fundamentalmente estrategias sociales, culturales e institucionales. Son los que resultan más ajenos y se contraponen más a la dinámica de funcionamiento del capitalismo, y es muy poco lo que se ha hecho, en particular en torno al principio de precaución. Aunque éste ha sido crecientemente invocado, y ha sido desarrollado jurídicamente e incorporado a los sistemas normativos de algunos países, y es uno de los principios que se supone debe orientar la acción de la UE en su conjunto, aun así se trata de un principio más invocado que realmente puesto en práctica. Hay un estudio de la Agencia Europea de Medio Ambiente muy ilustrativo, Lecciones tardías de alertas tempranas: el principio de cautela 1896-2000, publicado en castellano por el Ministerio de Medio Ambiente(2), que da idea de las oportunidades perdidas y los tremendos daños causados por no haber aplicado el principio de precaución. En este contexto -con una tecnociencia que dispone de un poder de impacto enorme y una capacidad de configuración de las sociedades humanas y el medio ambiente cada vez mayor, para bien o para mal-, lo que el principio de precaución indica es que ante las propuestas de innovación, si tenemos sospechas fundadas de que pueden surgir problemas o interferencias graves con la sociedad o el medio ambiente, aunque no poseamos cabal certeza científica sobre esos posible efectos, congelaremos los desarrollos tecnológicos hasta que dispongamos de más información y podamos descartar que se vayan a producir esas interferencias. Ante la duda fundamentada, este principio nos aconseja que vayamos más despacio o nos abstengamos. Sin embargo, son rarísimos los casos en que se aplica. Si pensamos en un macroproblema como es la crisis climática de la que antes hablábamos, hubiera estado más que justificado aplicar el principio de precaución hace un par de decenios, cuando ya teníamos indicios suficientes para sospechar que esa interferencia antropogénica en el planeta podía llevarnos a escenarios catastróficos. Llevamos un retraso de décadas contra el calentamiento climático, a pesar de todas las fundadas advertencias.

- Y ¿como definirías el problema? ¿Nuestra inercia es demasiado fuerte, falta voluntad política, una combinación de ambos factores?

J.R.- La inercia es fuerte, pero no se trata del elemento decisivo, pues en cierto sentido hay que darlo por descontado. La inercia es, en efecto, una de las razones de más peso para aplicar el principio de precaución: ser conscientes de que hemos construidos sistemas socioeconómicos bastante pesados, en los cuales las intervenciones para corregir el rumbo tardan bastante en dar frutos. Si pensamos por ejemplo en el sistema energético que está en la base de lo demás, resulta que las infraestructuras en energía tienen una vida de cuarenta años más o menos, con lo cual las decisiones que se toman ahora tardan tres o cuatro decenios en surtir efecto. Por añadidura, en los sistemas naturales esa inercia también existe: si ahora dejáramos de lanzar dióxido de carbono de forma radical, los efectos de lo que ya hemos emitido a la atmósfera se seguirían notando durante muchos siglos.

Pero creo que otra razón muy importante es que existen elementos socio-culturales muy fuertes, como esa cultura expansiva del ir más allá que fomenta intensamente el capitalismo, esa insistencia en lo ilimitado de los deseos humanos, en el desbordamiento de límites, en la mejora indefinida de la condición humana que erróneamente se identifica con el consumo creciente de bienes y servicios: todas estas orientaciones culturales y valorativas también explican parte de nuestros problemas para corregir un rumbo que ya vemos desastroso.

Por último –pero no menos importante— está el carácter estructuralmente expansivo del capitalismo, y la tupida maraña de intereses concretos, la configuración político-económica de intereses creados que defienden con uñas y dientes ante propuestas de modificar el statu quo. Hoy las mayores empresas en volumen de negocio siguen siendo las petroleras y los fabricantes de automóviles, que estarían entre las más afectadas de producirse una rectificación del rumbo que nos alejase de la insostenibilidad.


- Pero ¿es posible el progreso sin crecimiento económico? ¿Crees que habría algún partido político dispuesto a llevar en su programa electoral una propuesta de crecimiento cero de la economía?

J.R.- Claro que es posible el progreso humano sin crecimiento económico. Puede mejorar cualitativamente la condición humana sin que aumente el trasiego de materiales y energía a través de nuestros sistemas productivos, que es el tipo de crecimiento verdaderamente cuestionable, acoplado de manera no necesaria sino contingente con el crecimiento de magnitudes contables como el PNB o el PIB, con cuya evolución nos obsesionamos. Pensemos en el potencial de desarrollar sobre todo los bienes relacionales, los consumos colectivos y los servicios públicos en vez de seguir produciendo y destruyendo vertiginosamente bienes materiales diseñados para no durar, con su obsolescencia incorporada desde su mismo diseño...

En cuanto al potencial electoral de una propuesta de crecimiento cero, en primer lugar probablemente no habría que formularlo así. Pero, en segundo lugar, hoy el riesgo al que nos enfrentamos si seguimos adelante con el business as usual es, no ya un estancamiento económico, sino un desplome catastrófico de la economía, según ha quedado claro para todo el mundo, al menos desde la publicación del “Informe Stern” sobre las consecuencias socioeconómicas del calentamiento climático.


- El aumento del PIB como generador de riqueza es también una idea compartida por la izquierda. De hecho, estableces un paralelismo entre el fetichismo de los economistas respecto al PIB y el de los sindicalistas respecto al empleo. ¿Se puede crear empleo sin crecimiento económico?

J.R.- Lo importante es el acceso a los bienes básicos para llevar una vida decente, tenga uno empleo o no. El crecimiento de la precariedad y la inseguridad existencial de capas amplias de la población –sobre todo jóvenes y mujeres- durante los últimos lustros de auge de las políticas neoliberales ha tenido como contrapartida el desarrollo de muchos bienes y servicios low-cost, que garantizan cierto nivel de paz social. Ahora bien, es impensable hacer frente a la crisis ecológica sin interiorizar gran número de costes externos, “externalidades” de tipo social y ecológico: esto choca contra la expansión del low-cost y, por tanto, pone en peligro esa especie de pacto social neoliberal -tú aceptas la precariedad- y, aunque no puedas acceder a una vivienda digna, podrás comprarte un coche o volar barato a destinos exóticos. Cabe concebir una estrategia ofensiva desde la izquierda que combinase elementos de reparto del empleo y una propuesta de nuevo pacto social, antagónico al neoliberal, que ofreciese seguridad -en las distintas dimensiones de la existencia humana y, en particular, en el acceso a esos bienes básicos de los que hablábamos antes- a cambio de que la sociedad aceptase la idea de responsabilizarnos de nuestros actos, asumiendo los costes sociales y ambientales de los mismos. Sería el final del empleo basura, de la comida basura, de los vuelos baratos... Se puede ver como una recuperación del Estado social y democrático de derecho -mal llamado “Estado del bienestar”- que incorporase centralmente la dimensión ecológica. Esta estrategia podría plantearse un pleno empleo creíble en las nuevas condiciones en las que nos encontramos.


- Tu apuesta es una apuesta ecosocialista. ¿Pero qué significa hoy ser socialista? De hecho hablas de un socialismo de mercado. ¿Existe algún modelo en la actualidad en el que mirarnos?

J.R.- Creo que un socialismo del siglo XXI debe seguir anclándose en los valores básicos de siempre: igualdad, libertad, democracia en cuanto autogobierno, y añadir el valor básico de sostenibilidad ecológica. Actualmente, no hay “modelos” si por modelo entendemos un país que esté transformándose de acuerdo con tales valores; pero sí que hay realizaciones parciales, y experiencias prácticas de mucho interés en distintos lugares del mundo.



(1) RIECHMANN, Jorge, Biomímesis, Ed. Libros de la Catarata, 2006.
(2) Un resumen del informe está accesible en la página web de la Agencia Europea de Medio Ambiente, en: http://reports.es.eea.europa.eu/environmental_issue_report_2001_22/es/index_html_local

Extraido de Conversaciones para el Cambio Global. Ver documento completo en PDF



Nuria del Viso.Coordinadora del boletín
Centro de Investigación para la Paz (CIP-Ecosocial) – Boletín ECOS nº 1, enero 2008

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